LA CONVIVENCIA, ESE FILTRO IMPIADOSO
Mi desafío para lograr una pareja próspera pasa por la
convivencia, una instancia que nunca experimenté bien con Lautaro Droivieux. Me
llamo Gianette, soy contadora de profesión, nunca ejercí, pero subsisto como
empleada administrativa en el Banco Municipal y dando clases pakua, un arte
marcial chino. Cuando caí en la cuenta que la soledad es un hábito silencioso
que se adosa en la piel como la cera depiladora, y nos acomoda la intolerancia
o los prejuicios, decidí invitar a Joana – mi prima hermana -, a que se quede
en mi departamento. El vencimiento de su contrato de alquiler sumado a su falta
de medios para renovarlo reforzaron la decisión. Si bien fui conciente que
ningún grupo de compañeras que vienen a estudiar a la ciudad desde el interior
del país (ni siquiera siendo dos) logran convivir más de un año y medio, por los
lazos de sangre que nos unían más mi necesidad de abrirme, aposté a poder
lograr un vínculo duradero bajo el mismo techo.
En realidad, antes de relatar el penoso devenir por
medio del cual un vínculo afectivo termina por estropearse definitivamente,
debo remontarme más atrás en el tiempo y dejar en claro cómo fue que pude
disponer de mi espacio y tiempo para aceptar una convivencia con Joana, cómo
llegué a esa situación. Y eso fue la consecuencia de mi ruptura con Lautaro.
Con Lautaro terminamos el noviazgo (mejor dicho lo dejé), simplemente porque no
quiso invertir en la construcción de la casa que tanto yo anhelaba. Suena muy
frívolo dicho así. En verdad la inversión fallida fue la punta del
iceberg...¿por qué no reconocerlo? La debacle en nuestra historia había
comenzado años atrás: el famoso y paulatino desinvolucramiento que termina por
quebrar las parejas, y la conflictividad, y la falta de fe, y las broncas
calladas, y las broncas habladas que traen discusiones sin solucionar nada, y
las infidelidades...en suma: un noviazgo destinado a terminarse o la condena a
sobrellevar una larga vida de desdichas. Si hablamos de engaños, yo opté por
meterle los cuernos con mi entrenador personal, pero sólo cuando la pareja ya
venía mal, y provisoriamente hasta que nos casáramos y tuviéramos hijos. Creo
que cada encuentro lujurioso a sus espaldas era una suerte de venganza por su
frialdad...para que reaccionara.
Después de los primeros meses de engaños con el
entrenador no quise que el vínculo se profundizara, y mi corazón se llenó con aires renovados de
esperanza hacia Lautaro; quizás con culpa también. Fue entonces cuando
decidimos comenzar las sesiones de terapia de pareja ¿No era coherente intentar
rescatar los lazos que nos unieron durante tantos años? ¿Qué hubiera hecho
usted en mi lugar? Para resumir, el efecto de los diálogos con la
psicoterapeuta fueron como intentar apagar el fuego con combustible…A mis
largas defensas –en las que encontraba bastante consenso de la terapeuta-, le
seguían feroces discusiones afuera, cuando volvíamos. Luego comprendimos que
era en vano intentar resolver los problemas en conjunto, si cada uno tenía
bastantes sombras individuales para desenmascarar. Y fue ahí cuando comprendí
cabalmente que cuando un integrante de la pareja comienza psicoanálisis, lo más
saludable es que el otro, por su lado, también lo haga. Al menos si a lo que se
apunta es que la pareja continúe unida. Fue evidente que el terreno farragoso
de dudas al que lo llevó su psicóloga personal, me encontró desprevenida y sin
comprender sus reclamos, por no haberme yo analizado por mi lado.
Lo que jamás sospeché de aquella primera aventura
amorosa fue que abriría un irrefrenable camino de amantes y lujuria que
terminarían por convertirme en la ninfómana que soy hoy, que no puede
aguantarse más de un día sin hacer el amor. Y eso que siempre llegué al orgasmo
con Lautaro, a diferencia del desconsiderado de mi novio anterior, que en cinco
años nunca me hizo ni mojar, y ni se preocupó por averiguar sobre mi
sexualidad. Y quizás fue aquel otro de los escollos fundamentales que me
llevaron a terminar con Lautaro. ¿Para qué enumerar mi aventura vegetariana con
Lidoro, el verdulero desalineado que me acorraló entre los cajones de manzanas,
o con Cacho, el taxista que cambió de trayecto y propuso el motel “Brujas”, en
las afueras de la ciudad? Ni hablar de Octavio, el joven ginecólogo que supo
enseñarme las virtudes del punto G entre la camilla y el escritorio.
Mucho pensé y repensé las causas de mi ruptura, porque
no tengo la plena certeza de que haya sido por los numerosos amoríos. De hecho
es muy poco probable que el vínculo con mis amantes pudiera influir en algo, ya
que siempre fui una artesana en eliminar todo tipo de pruebas…incluso los
cabellos del colchón, cuando Lautaro viajaba. A la infidelidad la ubicaría
entre las últimas de las causas perniciosas. Bastante más influencia ha tenido
la falta de enamoramiento con la que empecé la relación ¿Cómo creer en el
idilio a lo Romeo y Julieta si la ciencia ya determinó que los químicos que
generan las glándulas (endorfinas), y actúan sobre el cerebro, no perduran por
más de seis meses? Pero de a poco me fui involucrando, y más que nada a fuerza
de celos, cuando él empezó a estudiar con la vecina del departamento de
enfrente, en su edificio. Lo que sí me propuse desde entonces es no revivir más
cadáveres en mi vida. Porque Lautaro era eso cuando lo conocí: un tipo chato y
con un trabajo mediocre. Desde que me conoció no sólo lo ascendieron de puesto
sino que recorrió otras ciudades y supo lo que era veranear, producto de mi
insistencia con los viajes.
Con el aroma a café con leche que regalan los bares
por la mañana, comencé el día de hoy, y para no irme por las ramas diré que no
existe fuerza más poderosa en el mundo que la ternura, y también mencionaré a
los bienes materiales como una de las principales miserias del hombre, o al
menos mía. Es verdad que cuando la relación no dio para más (portazos y
desapariciones de por medio), llegaron mis recurrentes “si no te gusta andate”,
ya que el departamento donde vivíamos era mío. Pero no es menos cierto que mi
frialdad e insensibilidad de entonces ante las tantas tarjetitas con
dedicatorias que me regalaba (esas que venden los niños en la calle), o la
falta de actividades culturales en común para compartir (a él le encantaba el
cine dramático y la lectura…yo jamás terminé un libro en mi vida y a lo sumo
veo comedias), todos estos desencuentros, es cierto que tuvieron su origen en
el trauma que sufrí en mi infancia cuando mi tío Mirko me manoseó varias veces,
ante lo que yo callaba en mi casa, y pasaba largas horas embelesada frente al
televisor. Y a esto pude dilucidarlo hablándolo en las psicoterapias. Incluso
la misma terapeuta me dio el alta…Yo ya detecté las causas de todos mis males removiendo
el vado del pasado, y con eso es más que suficiente. Basta con tener buena
memoria y modificar algunas mañas para que el noventaicinco por ciento de la
existencia de una persona quede solucionado; y como no creo en las vidas
pasadas ni en toda esa ridiculez digna de las mejores historias de ficción, del
karma y la rueda de la vida, creo que mi realidad quedó resuelta y establecida
hace ya unos años, sin tener que replantearme nada demasiado, también por eso
de que la duda es un ruin veneno para el alma.
Acá en la oficina todo sigue con la chatura de
siempre: comenzar la jornada desayunando (el momento que más disfruto del
trabajo), los chistes con mis compañeros, la misma tanda de oficios judiciales
con pedidos de los jueces y abogados, casi similares reclamos por parte de mi
jefe, en suma…Pero no puedo soslayar que algo cambió profundamente en mis días
desde que una persona muy particular ingresó en ellos: Eliseo Ruckert, el
arquitecto quincuagenario que fuera una esponja para mi sueldo. Nos reencontramos
gracias a los milagros de la Internet después de diez años sin tener noticias
uno del otro. Su vida seguía casi tan estática como siempre, con la novedad de
que Sonsoles, su única hija –que la última vez que nos vimos tenía ocho años -,
ahora era una adolescente con más carácter que desarrollo físico. Y su sequía
laboral…El padecía las consecuencias de no saber liderar grupos humanos, algo
fundamental en el ejercicio de la arquitectura. Por lo que toda obra que
comenzaba terminaba por frustrarse por supuestas causas contingentes (como el
incumplimiento de albañiles, carpinteros, etc.), y sus clientes optaban por
contratar a otro profesional. En esas circunstancias fue que nos reencontramos
con “Eli”, como yo solía decirle cariñosamente.
A los pedidos de ayuda financiera para pagar los
gastos varios de Sonsoles, le siguieron los préstamos para saldar el alquiler
del hogar, ya que su casa de siempre la ocupaba Domitilia, su ex esposa, y
según el acuerdo judicial al que habían arribado. Ocurría que la joven Sonsoles
había elegido vivir con su padre porque Domitilia sufría de alteraciones
mentales que la volvían una mujer peligrosa y difícil de sobrellevar. En ese
contexto decidimos –después de nueve meses de filtreos-, intentar una
convivencia en su casa de calle Zeballos mil trecientos veinte, para comodidad
de los dos, dada la frecuencia cada vez mayor con que nos veíamos y la generosa
distancia que separaba a ambos hogares. Tengo la seguridad de que podríamos
haber echado raíces allí de no haber sido por los ataques de celos de la
jovencita. Desde que instalé la valija en el dormitorio, la muchacha no dejaba
de atacar a Eli por las nimiedades más variadas, situación que me ponía de mal
humor y me situaba en la incómoda postura de permanecer neutral, ya que la muy
astuta me negaba todo tipo de participación y hasta me había retirado el
saludo. Sólo agregaré que a esta convivencia fallida de dos meses, le siguió un
injusto maltrato de él hacia mí, cuando decidí dejar de ser la monja caritativa
que encubría con dinero su falta de apertura social y liderazgo en las
construcciones edilicias. La bomba estalló en el viaje que programamos a
Santiago de Chile, reservado para pasar quince días juntos, y que sólo duró
dos, cuando después de la quinta discusión decidí volverme sola.
Dicen que la vida es pendular y que la inercia de los
sucesos es lo que prevalece, por más esfuerzos que se realicen. De esto no
tengo la menor duda. Porque no creo que mi madre sea un verdadero escollo en
mis noviazgos fallidos; ni siquiera con las cinco o seis llamadas que me hace
por día, ya que tengo bien en claro que el consentimiento a alguno de sus
caprichos es algo provisorio, algo que se va a terminar el día que forme una
familia. No puedo negar que he llenado mis horas con actividades de toda
especie, aparte de las clases de pakua en el instituto. Hasta llegué a
participar en un taller de paisajismo porque me aburría en las tardes libres y
vi el anuncio en el diario. Yo me encargué de darle forma al mundo que me
mantuvo en movimiento desde el quiebre con Eliseo, y tal es la dinámica diaria
que ya ni escucho a las canciones enteras. Era de esperarse que los días de mi
prima Joana en mi hogar duraran lo que un pestañeo, y que con ellos se
estropeara un vínculo de tantos años, aunque en su momento no lo advertí y creí
hacerle un bien.
Los primeros síntomas de la ruptura comenzaron con su
desidiosa falta de colaboración con las tareas del hogar y hasta con el pago de
los impuestos, a pesar de los costosos cursos en los que invertía con descaro.
Su actitud pareció ser la de un turista o pensionado, llegando al colmo de la
inexperiencia cuando quiso rellenar los alcauciles con salsa y carne picada,
sabiendo cualquier cocinera con mínima práctica que el relleno se hace con
queso y atún. No quiero volver a rememorar la reconciliación con Toto, el
grosero de su novio, después de haber llorado durante días y pedirme toda clase
de consejos ante las sospechas de que la engañaba. Pero hubo un hecho puntual
que me decidió a que le pidiera que pensara en otro lugar para vivir. Ocurría
que cada vez que yo le comentaba algún proyecto, de la especie que fuera, dicho
proyecto fracasaba con un éxito rotundo. Ejercía una especie de nube negra,
alentada por los vientos miserables de la envidia o del desmerecimiento. La
decisión más importante que tomé desde que Joana partió fue vender de una vez
esa cama de dos plazas que estaba siempre como a la espera de otra persona.
Hoy por hoy estoy bastante bien sola, aunque por
supuesto que extraño ciertos momentos de la vida en pareja, sobre todo cuando
escucho a los jóvenes decirse “mi amor”. Y es verdad que hay días que me pesa
no poder contar con ninguna amiga, ya que todas formaron familia. Tengo pensado
que si a los cuarentaicinco sigo sin encontrar pareja, me haré inseminar semen
o le propondré a algún amigo que me embarace, con la promesa de no reclamarle
la paternidad ni los alimentos, porque si a algo no voy a renunciar eso es a la
maternidad. A mamá no creo que la deba hospedar a futuro, ya que la obra social
le cubrirá el geriátrico, y hombres no me faltan, pero eso sí: de la puerta
para afuera.-
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