EL
OBSEQUIO
Me estoy yendo…veo el cuerpo de arriba y a mis seres
queridos rodeándome con lágrimas en los ojos. Emoción…dolor de perder conmigo
una parte suya. No hay palabras que quepan: hablar es cortar la unión
misteriosa con esa comprensión, entendimiento tácito entre ellos. El aire tiene
como un halo de amor indescriptible, un éter que ellos no ven bien pero lo
sienten…lo absorben…lo contagian. Yo me elevo más llevando conmigo la grandeza
de haber acabado la obra, cual guerrero glorioso tras caer, sufrir y
levantarse; cumpliendo el designio desmemoriado o lo que yo mismo fui
escribiendo en una posibilidad más del destino, que quizás así ya estaba
prevista.
Soy esencia, soy incorpóreo, soy una brisa que puede
ver y la corazonada de que me esperan mejores horizontes. Esta alma vieja
necesita descanso. Hay un niño que ingresa al cuarto por la puerta
entreabierta. Tiene tres, cuatro octubres que el tiempo le ha cargado. Su cara
trasluce la preocupación, temor al peregrinaje que intuye acercarse por el
inmenso desierto con sólo dos compañeras de travesía, cuales profetas
desterrados.
Aunque no nos ven, tengo la sensación de ser
escuchado por no resultar recíproca la imperceptibilidad en este funeral
casero. He tomado su manecita y puedo llegar directo a las profundidades del
corazón desconfiado, reflejo de traición genealógica y biológica; premonición
de la curtiembre que recibirá esa temprana piel, de vientos salados…golpes de
arena y sol. El me sigue hacia el cuarto desocupado, sabiendo una parte suya
que yo seré él en un desliz de años. Se extiende tan sutil el cordón invisible
de ojos a ojos, mente a corazón, transmitiendo la vibración que decodifico en
discernimiento, de no hallar respuesta para el miedo de su padre en los
portales de la ciudad, ante el vacío interminable de los médanos…soledad de
espejismos y cielo, donde sucumbió. “¿Quién fuera lágrima para saber mi
angustia, quién algodón absorbente de cachorro y abandono, compañía errante de
macho protector?”, me preguntó mudo en estas palabras que no logró reunir, y
continuó: “si te hubieras sabido alma vagabunda, buscador encontrando a otros
buscadores en eterna caminata, eterna soledad; justo ahí, cuando el ángel
centinela te dejó a merced de la ventolera sin más que tu túnica, el bastón, tu
hermana, nuestra madre…”.
El gozo de sentarte en mi regazo es que la noche más
oscura no doblegará tu espíritu de osadía, ni tifones frenarán la marcha, niño.
Puedo darte cada respuesta de lo que vivirás como perlas en la ostra, pero no
puedo despiadarme contra tu libertad; y habrán de aparecer solas en la arena,
inesperadas, cuando confíes…lo que llamarás “fe”. Pensar que después de
atravesar el desierto comprobarás que en verdad no hay nada que cruzar ni
ciudad que dejar…lo iluso de esos espejismos, símbolos físicos de impresiones
del espíritu, reflejo material muerto en sí; aquello que tu padre no distinguió
como confrontación interna. La única certeza es que hasta aquí llegarás y esto
no es más que una jugarreta al tiempo.
Afuera un galopar se aproxima desde calle Montes de
Oca, y por un instante el hilo violáceo – verdoso se torna escarlata, cambiando
la amplitud de ondas en un dibujo más corto el zigzagueo del cardiógrafo, a
ritmo intenso: se ha asustado presintiendo mi partida.
Alguien llama al pórtico pasando inadvertido entre
prima Margot y Yiyí, que la consuela con un café y le ofrece su pañuelo: nos
unía un lazo que parecía de tiempos remotos, buscándonos, conservándolo; y
ahora, en el ascenso, se cortaba bruscamente volviéndose contra su plexo
solar…latigazo de angustia en la boca del estómago al desdoblarme en este otro
cuerpo más sutil. Es el jinete que me hace una seña de subir al corcel: afuera espera
la hueste suya que ya ha terminado la recolección del día por el barrio.
Me termino de ir…Veo a mi cuerpo como envase
descartable y a mis seres queridos saliendo de casa, con el misterio en el alma
de no saber qué pasa. Sólo resta despedirme con un beso en la frente y la duda
de no haber sido entendido, aunque el vidrio de esos ojos fueran ventanas
abiertas al alma. No debo mirar atrás, corro el riesgo de salificarme.
Ya en cabalgata, el que terminaba de cortar la
última hebra plateada lanzó una risotada pícara como de quien cumplió con la
tarea encomendada, seguramente misericordia del Gran Emperador que ayer nos
lanzara y hoy compensaba con este obsequio el orden de su reino. Luego me
confesó que en su retraso permitió grabar al niño el soplo anheloso que a pocos
privilegiados se confiere.-
Me estoy yendo…veo el cuerpo de arriba y a mis seres
queridos rodeándome con lágrimas en los ojos. Emoción…dolor de perder conmigo
una parte suya. No hay palabras que quepan: hablar es cortar la unión
misteriosa con esa comprensión, entendimiento tácito entre ellos. El aire tiene
como un halo de amor indescriptible, un éter que ellos no ven bien pero lo
sienten…lo absorben…lo contagian. Yo me elevo más llevando conmigo la grandeza
de haber acabado la obra, cual guerrero glorioso tras caer, sufrir y
levantarse; cumpliendo el designio desmemoriado o lo que yo mismo fui
escribiendo en una posibilidad más del destino, que quizás así ya estaba
prevista.
Soy esencia, soy incorpóreo, soy una brisa que puede
ver y la corazonada de que me esperan mejores horizontes. Esta alma vieja
necesita descanso. Hay un niño que ingresa al cuarto por la puerta
entreabierta. Tiene tres, cuatro octubres que el tiempo le ha cargado. Su cara
trasluce la preocupación, temor al peregrinaje que intuye acercarse por el
inmenso desierto con sólo dos compañeras de travesía, cuales profetas
desterrados.
Aunque no nos ven, tengo la sensación de ser
escuchado por no resultar recíproca la imperceptibilidad en este funeral
casero. He tomado su manecita y puedo llegar directo a las profundidades del
corazón desconfiado, reflejo de traición genealógica y biológica; premonición
de la curtiembre que recibirá esa temprana piel, de vientos salados…golpes de
arena y sol. El me sigue hacia el cuarto desocupado, sabiendo una parte suya
que yo seré él en un desliz de años. Se extiende tan sutil el cordón invisible
de ojos a ojos, mente a corazón, transmitiendo la vibración que decodifico en
discernimiento, de no hallar respuesta para el miedo de su padre en los
portales de la ciudad, ante el vacío interminable de los médanos…soledad de
espejismos y cielo, donde sucumbió. “¿Quién fuera lágrima para saber mi
angustia, quién algodón absorbente de cachorro y abandono, compañía errante de
macho protector?”, me preguntó mudo en estas palabras que no logró reunir, y
continuó: “si te hubieras sabido alma vagabunda, buscador encontrando a otros
buscadores en eterna caminata, eterna soledad; justo ahí, cuando el ángel
centinela te dejó a merced de la ventolera sin más que tu túnica, el bastón, tu
hermana, nuestra madre…”.
El gozo de sentarte en mi regazo es que la noche más
oscura no doblegará tu espíritu de osadía, ni tifones frenarán la marcha, niño.
Puedo darte cada respuesta de lo que vivirás como perlas en la ostra, pero no
puedo despiadarme contra tu libertad; y habrán de aparecer solas en la arena,
inesperadas, cuando confíes…lo que llamarás “fe”. Pensar que después de
atravesar el desierto comprobarás que en verdad no hay nada que cruzar ni
ciudad que dejar…lo iluso de esos espejismos, símbolos físicos de impresiones
del espíritu, reflejo material muerto en sí; aquello que tu padre no distinguió
como confrontación interna. La única certeza es que hasta aquí llegarás y esto
no es más que una jugarreta al tiempo.
Afuera un galopar se aproxima desde calle Montes de
Oca, y por un instante el hilo violáceo – verdoso se torna escarlata, cambiando
la amplitud de ondas en un dibujo más corto el zigzagueo del cardiógrafo, a
ritmo intenso: se ha asustado presintiendo mi partida.
Alguien llama al pórtico pasando inadvertido entre
prima Margot y Yiyí, que la consuela con un café y le ofrece su pañuelo: nos
unía un lazo que parecía de tiempos remotos, buscándonos, conservándolo; y
ahora, en el ascenso, se cortaba bruscamente volviéndose contra su plexo
solar…latigazo de angustia en la boca del estómago al desdoblarme en este otro
cuerpo más sutil. Es el jinete que me hace una seña de subir al corcel: afuera espera
la hueste suya que ya ha terminado la recolección del día por el barrio.
Me termino de ir…Veo a mi cuerpo como envase
descartable y a mis seres queridos saliendo de casa, con el misterio en el alma
de no saber qué pasa. Sólo resta despedirme con un beso en la frente y la duda
de no haber sido entendido, aunque el vidrio de esos ojos fueran ventanas
abiertas al alma. No debo mirar atrás, corro el riesgo de salificarme.
Ya en cabalgata, el que terminaba de cortar la
última hebra plateada lanzó una risotada pícara como de quien cumplió con la
tarea encomendada, seguramente misericordia del Gran Emperador que ayer nos
lanzara y hoy compensaba con este obsequio el orden de su reino. Luego me
confesó que en su retraso permitió grabar al niño el soplo anheloso que a pocos
privilegiados se confiere.-
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