sábado, 15 de mayo de 2021

CUENTO "LA ANTIPODA" - DEL LIBRO "LIBREPENSADOR" - MATIAS CASTAGNINO


LA ANTIPODA

Todo comenzó en las vísperas de aquel año nuevo, cuando los papeles rotos de las oficinas y los apuntes estudiantiles vengados regaban las calles céntricas de su Rosario natal.

Y ese malestar crónico de las anginas y esa mala suerte recurrente que hasta en las fallas de cualquier artefacto nuevo que adquiría se veía reflejada.

Eugenio Montiel era su nombre. Montiel para los compañeros del trabajo y en bar de la vuelta, donde destilaba su único vicio de los conocidos, con los vasos de Fernet por las tardes y los tres o cuatro amigos que siempre se sumaban a la mesa.

El hombre soltero y solitario de dientes amarillentos por el efecto de cigarrillos y café, al que las mujeres nunca le habían durado demasiado, indudablemente producto de la interferencia que ejercía su madre y de la ineludible condición de hijo único. Pero injusto sería cargarle el peso de esa asfixia sólo a la señora si al fin y al cabo el juego enfermo de los rechazos y las búsquedas, las lágrimas y el pañuelo era mutuo y consentido por él, que nunca se animó a tomar distancia. Exactamente en la manera como siempre funciona el amor…

Aquel día se levantó como todos los días previo a la jornada laboral, pero una extraña sensación de hartazgo que provoca decisión se apoderó en los primeros pensamientos de la mañana, quizá definida durante el ensueño (ese estado entre conciencia y sueño en el que la mente divaga pero los recuerdos quedan mejor plasmados). Se afeitó igual que siempre e igual que siempre se cortó a la altura de la nuez. Se puso los lentes de contacto pero esta vez uno se le calló, con la consiguiente dificultad que lleva el encontrarlos, por su tamaño y transparencia. Se puso el perfume de uso diario porque a los importados los destinaba para eventos especiales, y partió rumbo a la oficina de la aduana en donde se desempeñaba desde hacía años.

Algo le resultaba raro en su persona y era de esas rarezas de las que uno siempre sabe bien la causa. No dudó: agendó para el mediodía llamar al cartógrafo de la universidad que tanto le había costado ubicar y dar así el primer paso de su plan.

En ningún espíritu sano hubiese cabido la certeza descabellada de que las enfermedades físicas, los infortunios y hasta su inspiración literaria plagiada podía deberse al obrar de otra persona, a una conspiración maquiavélica de alguien tan distante que pudiera evitar todo intento de venganza e identificación.[1]Alguien que habitara en el exacto extremo diametralmente opuesto de la Tierra, que en sueños, quizás, lo conociese, y que tuviese la obsesión perversa de arruinarle la vida: su antípoda.

Así fue como Julio Navarro, el geógrafo y cartógrafo más saliente del ámbito universitario le señaló un país en el planisferio (Rusia), una ciudad en el país y, por obra de los satélites, un punto preciso en la ciudad, que no era otro que la casa de Vladimir Rafkin, la futura víctima de un homicidio tan absurdo como inesperado.

Oriundo de Omsk, residía en Krasnoyarsk, ciudad con mayor movimiento económico y académico, a donde se había trasladado después de finalizar sus estudios secundarios hacía treinta años, en pos de una carrera universitaria que nunca terminó. Adepto se había vuelto a la búsqueda apasionada de libros usados y compra de rarezas antiguas en las ferias americanas, en ese afán de apresar la mayor carga de vida que le dejan a los objetos los anteriores dueños, aparte del fabricante y el distribuidor. De unos años a esta parte se ganaba la vida como calesitero en el parque de diversiones local, con la ansiada sortija arrebatada sólo dos veces por vuelta en manos de los niños.

Solitario y generoso, había llegado al extremo en el que gracias a la tecnología cultivó muchos más amigos a miles de kilómetros de distancia que en su barrio o en el trabajo, donde mantenía un buen llevarse diario…una convivencia, pero no lazos más hondos (dicen que los compañeros de trabajo y los familiares son las únicas clases de personas que no se eligen).

La paranoia fisurando el velo de la razón y una fatídica eliminación de opuestos ya se había puesto en marcha. El punto más distante que una persona puede tener con otra sobre la faz de la Tierra era el lugar en el que un domingo por la tarde –iguales como son en casi todos los sitios del planeta- se produciría la escena del crimen.

Luego fue seguir paso a paso el derrotero de aquel plan y el cronograma aproximado de cada etapa: la licencia sin goce de haberes en la aduana para disponer del tiempo suficiente, la compra clandestina del arma homicida, el disparo a la distancia –silencioso y certero- como tanto lo había practicado y el deshacerse del revólver en el río Volga, triste escenario de muertes nazis y stalinistas.

Ya en el avión de regreso Montiel no era el mismo. El alivio habitaba en él y la sensación de arrojar mil kilos de lastre, el peso que toda una vida lo había atormentado. Su teoría se había cumplido con precisión científica en un campo en el que la ciencia no llegaba aún a producir certezas. ¿Qué instrumento podía calcular con exactitud esa extraña química osmósica que desde otra persona daba la vuelta al mundo y acechaba sus pasos y su destino, su desvelo y su cobardía?

El plan de una vida nueva y retomar incluso el camino yermo del amor femenino. Todo parecía recobrar sentido, y acaso lo hubiese alcanzado de no haber sido por un error, el ínfimo error que frustró al crimen perfecto de una mente siniestra. Jamás imaginaría a un ciudadano ruso de apellido Rafkin como turista en su Rosario natal esperándolo, con un arma cargada y el plan trazado, ni que las conexiones mentales y macabras suelen ser mutuas, ni al amigo de Rafkin bajo un metro ochenta de tierra sobre su pecho (ese que lo había reemplazado en la calesita y le cuidaba la casa), miserablemente engañado como las presas desprevenidas sucumben ante las astutas.-

 



[1] Según sus últimas conclusiones, cantidades de ideas de su autoría publicadas en revistas narrativas de poca monta, eran recopiladas por alguien y enviadas a personalidades relevantes de la literatura, quienes las publicaban como propias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario