LA ANTIPODA
Todo comenzó en las vísperas de aquel año nuevo, cuando los
papeles rotos de las oficinas y los apuntes estudiantiles vengados regaban las
calles céntricas de su Rosario natal.
Y ese malestar crónico de las anginas y esa mala suerte
recurrente que hasta en las fallas de cualquier artefacto nuevo que adquiría se
veía reflejada.
Eugenio Montiel era su nombre. Montiel para los compañeros
del trabajo y en bar de la vuelta, donde destilaba su único vicio de los
conocidos, con los vasos de Fernet por las tardes y los tres o cuatro amigos
que siempre se sumaban a la mesa.
El hombre soltero y solitario de dientes amarillentos por
el efecto de cigarrillos y café, al que las mujeres nunca le habían durado
demasiado, indudablemente producto de la interferencia que ejercía su madre y
de la ineludible condición de hijo único. Pero injusto sería cargarle el peso
de esa asfixia sólo a la señora si al fin y al cabo el juego enfermo de los
rechazos y las búsquedas, las lágrimas y el pañuelo era mutuo y consentido por
él, que nunca se animó a tomar distancia. Exactamente en la manera como siempre
funciona el amor…
Aquel día se levantó como todos los días previo a la
jornada laboral, pero una extraña sensación de hartazgo que provoca decisión se
apoderó en los primeros pensamientos de la mañana, quizá definida durante el
ensueño (ese estado entre conciencia y sueño en el que la mente divaga pero los
recuerdos quedan mejor plasmados). Se afeitó igual que siempre e igual que
siempre se cortó a la altura de la nuez. Se puso los lentes de contacto pero
esta vez uno se le calló, con la consiguiente dificultad que lleva el encontrarlos,
por su tamaño y transparencia. Se puso el perfume de uso diario porque a los
importados los destinaba para eventos especiales, y partió rumbo a la oficina
de la aduana en donde se desempeñaba desde hacía años.
Algo le resultaba raro en su persona y era de esas rarezas
de las que uno siempre sabe bien la causa. No dudó: agendó para el mediodía
llamar al cartógrafo de la universidad que tanto le había costado ubicar y dar
así el primer paso de su plan.
En ningún espíritu sano hubiese cabido la certeza
descabellada de que las enfermedades físicas, los infortunios y hasta su
inspiración literaria plagiada podía deberse al obrar de otra persona, a una
conspiración maquiavélica de alguien tan distante que pudiera evitar todo
intento de venganza e identificación.[1]Alguien
que habitara en el exacto extremo diametralmente opuesto de
Así fue como Julio Navarro, el geógrafo y cartógrafo más saliente
del ámbito universitario le señaló un país en el planisferio (Rusia), una
ciudad en el país y, por obra de los satélites, un punto preciso en la ciudad,
que no era otro que la casa de Vladimir Rafkin, la futura víctima de un
homicidio tan absurdo como inesperado.
Oriundo de Omsk, residía en Krasnoyarsk, ciudad con mayor
movimiento económico y académico, a donde se había trasladado después de
finalizar sus estudios secundarios hacía treinta años, en pos de una carrera
universitaria que nunca terminó. Adepto se había vuelto a la búsqueda
apasionada de libros usados y compra de rarezas antiguas en las ferias
americanas, en ese afán de apresar la mayor carga de vida que le dejan a los
objetos los anteriores dueños, aparte del fabricante y el distribuidor. De unos
años a esta parte se ganaba la vida como calesitero en el parque de diversiones
local, con la ansiada sortija arrebatada sólo dos veces por vuelta en manos de
los niños.
Solitario y generoso, había llegado al extremo en el que
gracias a la tecnología cultivó muchos más amigos a miles de kilómetros de
distancia que en su barrio o en el trabajo, donde mantenía un buen llevarse
diario…una convivencia, pero no lazos más hondos (dicen que los compañeros de
trabajo y los familiares son las únicas clases de personas que no se eligen).
La paranoia fisurando el velo de la razón y una fatídica
eliminación de opuestos ya se había puesto en marcha. El punto más distante que
una persona puede tener con otra sobre la faz de
Luego fue seguir paso a paso el derrotero de aquel plan y
el cronograma aproximado de cada etapa: la licencia sin goce de haberes en la
aduana para disponer del tiempo suficiente, la compra clandestina del arma
homicida, el disparo a la distancia –silencioso y certero- como tanto lo había
practicado y el deshacerse del revólver en el río Volga, triste escenario de
muertes nazis y stalinistas.
Ya en el avión de regreso Montiel no era el mismo. El
alivio habitaba en él y la sensación de arrojar mil kilos de lastre, el peso
que toda una vida lo había atormentado. Su teoría se había cumplido con
precisión científica en un campo en el que la ciencia no llegaba aún a producir
certezas. ¿Qué instrumento podía calcular con exactitud esa extraña química
osmósica que desde otra persona daba la vuelta al mundo y acechaba sus pasos y
su destino, su desvelo y su cobardía?
El plan de una vida nueva y retomar incluso el camino yermo
del amor femenino. Todo parecía recobrar sentido, y acaso lo hubiese alcanzado
de no haber sido por un error, el ínfimo error que frustró al crimen perfecto
de una mente siniestra. Jamás imaginaría a un ciudadano ruso de apellido Rafkin
como turista en su Rosario natal esperándolo, con un arma cargada y el plan
trazado, ni que las conexiones mentales y macabras suelen ser mutuas, ni al
amigo de Rafkin bajo un metro ochenta de tierra sobre su pecho (ese que lo
había reemplazado en la calesita y le cuidaba la casa), miserablemente engañado
como las presas desprevenidas sucumben ante las astutas.-
[1] Según sus últimas conclusiones, cantidades de ideas de su autoría
publicadas en revistas narrativas de poca monta, eran recopiladas por alguien y
enviadas a personalidades relevantes de la literatura, quienes las publicaban
como propias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario