EL VIAJE
Irene, la de ayer, la de hoy...la de siempre. Pensar que nos conocimos como muchas veces suceden los encuentros: de forma casual, atravesando el intrincado río informático de cables, electricidad y códigos binarios que dieron paso, desde nuestras computadoras, a la cuña del destino en el devenir de los días. ¿Quién hubiera dicho que nuestros tiempos se intersectarían así, que dos almas a tan poca distancia, entre tanta gente, se rozarían con un brillo de semejante intensidad? Y ahora sólo queda éter, éter y ese sabor agridulce de culpa por todo lo bueno que no se hizo, que caracteriza a los recuerdos cuando la ausencia. Las valijas también se fueron con ella y sé que por un momento cargó el peso de nuestro círculo sin cerrar, quién sabe si el mismo que la movió a dejar su tierra natal.
Parece
que fue ayer cuando entré al bar y sus ojos escrutadores me revisaron en una
pasada fugaz desde el cabello hasta la uña del dedo gordo del pie, y a pesar de
haber podido mentirle llevé exactamente la misma ropa y colores que habíamos
acordado para reconocernos. Lo victorioso de ganar mi gran trofeo de batalla,
anotando en la servilleta de papel su número de teléfono y dirección, extraídos
como se extrae una gema preciosa de la piedra grosera.
Irene,
eterna Irene. Me reclamaba a nivel matrimonio y todavía no sabía mi fecha de
cumpleaños...
Llevo
una semana sin poder pegar un ojo en toda la noche desde que me contó la
decisión de viajar. La sangre familiar tira y de eso no hay duda, ¡pero
regresar después de cinco años...! Acá, en el país más austral del mundo, las
feroces crisis económicas parecen sucederse como en ciclos, y alejar siempre
más la posibilidad de establecerse, esta patria, en un lugar seguro y digno.
Para ella fue el agregado que le faltaba a la concreción de una vieja idea. Yo,
sin embargo, siempre supe que la posibilidad de radicarme en el “Viejo Mundo”
era casi nula; y sostengo, sobre el muelle, el fatuo peso de un recuerdo. Los
barcos que se van son su partida, repetida una y otra vez, cruzando el océano
hacia el puerto de Marsella; esta distancia que supimos sería larga en un
principio.
Todo
comenzó cuando decidió postular sus investigaciones sociológicas en el llamado
a becas de una organización gubernamental
francoinglesa – si mal no recuerdo -, en lo que sería parte de un
programa de intercambio cultural entre las embajadas argentinas y francesas
respectivamente. El período de capacitación constaba de un año y medio o dos,
para los estudiantes de ambos países, el que en su caso se prolongó a casi
siete por el misterio, ella decía, que Buenos Aires había ejercido sobre su
corazón; “- cierto dejo melancólico en el aire...las fachadas. Como de tarde
gris...como si el rimel se corriera por las lágrimas en el rostro de una amante
despechada”-. Después me confesaría que otra de las causas principales que la
animaron a tirar anclas y quedarse, fue lo joven y virgen que descubrió a estas
geografías donde notaba que todo estaba por hacerse pero todo se postergaba. Lo
que ahora dilucido de sus viejas palabras es, sin duda, que esa misma nostalgia
que transpira la ciudad se correspondió con la lejanía que la invadía
irremediablemente, aún a pesar suyo, y ya ocupaba un lugar sombrío en sus
entrañas. Todavía hoy me da escalofrío recordar ese desierto que se desplegaba
por momentos en su mirada, invadida de desencanto, del que no lograba apartarla
ni aún al compartir alguna actividad o despertarle alguna sonrisa, y frente al
que, finalmente, opté por hacerme a un lado en el silencio mutuo, hasta que los
espejismos decidieran dejarla, o ella encontrara la fuerza para ahuyentarlos.
Luego la costumbre terminaría por hacer normales sus fugas distantes y mi
consecuente indiferencia. En estos días me he preguntado si la vaguedad aquella
no hubiese sido un vislumbre de este destino errante que nos separaría, o tan
solamente huecos por donde premeditaba la despedida, la forma en que me
anunciaría su partida definitiva, por cierto abrupta.
Sospecho
que no mintió cuando, ante mi desconcierto, dijo que prefirió callar la idea
del viaje hasta estar bien segura de que era lo mejor. A decir verdad, yo
incubaba la intuición de una posible visita a sus padres desde aquella carta
que le encontré en el anaquel de su casa, en agosto pasado. La tinta corrida en
algunas líneas develaban el llanto de su madre al escribir; pero más que nada
el tono lastimoso y reminiscente de su infancia junto a ella y su padre,
evidenció un destornillador con el que, ladinamente, removía la herida natural
de la distancia. Hay, al menos, una certeza en mí, y es el saber que el motivo
radical de su partida no fue una falla en mi virilidad ni desamor acumulado por
mi parte; si bien – como siempre ocurre en las parejas – más de una promesa
quedó en el tintero. Pero siempre olfateé en Irene una incapacidad llamativa de
poder echar raíces. De hecho durante todo este tiempo se mudó cinco veces de
vivienda dentro del barrio. Parecía no afectarle el desgaste que implica cargar
con todos los muebles en el flete y el traslado. No sólo no afectarle sino
también producirle placer. Repetidas veces le planteé seriamente lo evidente:
se encontraba continuando la inercia nómade de su niñez cuando los traslados de
su padre médico a los cuarteles y regimientos donde se lo requería; aunque ella
se empeñaba en contradecirme y justificar sus rescisiones de contratos de
alquiler, con nimiedades que le encontraba a cada departamento.
Aún
ahora me río de sus típicos despertares malhumorados y de la vez que la terminé
echando en la siesta de ese día feriado. ¿Se acordará cómo voló la zapatilla ?
¿Y cuando nos descubrió la señora del noveno cé en la azotea del edificio haciendo
el amor parados? Siempre supe que lo que le he dejado es mucho más que semen en
su interior, y esa certeza acaso, aquieta la tempestad de este quebranto
enmohecido. Sólo espero que como la química de la obra de arte hecha con
nuestra pareja ha cambiado mi vida permitiendo un mayor resplandor, el mismo
cambio que también se dio en ella le sirva ahora dondequiera que se encuentre.
Muchas
veces quisimos tocarnos y se interponía el cristal invisible de pensamientos,
temores, palabras, emociones guardadas. Entonces apoyaba la mano desde su lado
del vidrio esperando que hiciera lo mismo con la mía, cual amante que visita a
su querido presidiario.
Mis
labios acá dicen palabras al grabador, pero no las escucho, no estoy en ellas.
Como si otro hablara desde dentro mío al cassette catártico; y su rostro
anclado entre mis ojos y el horizonte. Ya no más sus medias en el velador
oscureciendo la alcoba, ya no más sus angustias tragadas que yo advertía con
cierta congoja cuando inhalaba, ya nadie llama y corta por teléfono en las
épocas de distanciamiento, y el terrible dolor de su aroma que las toallas del
baño aún conservan...de tachar en la agenda la dirección y el teléfono de su
última casa, como los que años atrás fueran amatistas en manos de un minero
esperanzado.¿Qué sombra es la que me abruma?
Recién
encienden las luces del espigón y yo llevo un siglo esperando su voz, porque
tironea la soga que todavía nos une. Un vapor sale de mi boca. Por de pronto,
la llegada de este invierno en el aire pareció recordarme lo que cada año: que
estoy vivo, el paso del tiempo, los colores del frío otrora; pero hay luceros
que aún siendo iridiscentes, el velo de la melancolía logra opacar.
De
haber sabido semejante curva de la vida, seguramente le hubiese confesado
muchas de las cosas que callé - quizás cobarde, tal vez por no herirla – que
ahora irán a parar a cartas que nadie leerá; y lo inútil que fue haber
aprendido juntos a saber vivir separados si es que a tantas horas del adiós
siento aún las sábanas tibias. Algo me dice que tuve lo que tanto ansié
demasiado cerca y no lo vi. Puede que amarla sea dejarla ir, y que mi mente
resignada se esfuerce por entender una distancia que mi corazón no termina de
aceptar; o bien podría seguir intentando llenar este remolino extraño que ha dejado
en mí, imposible de reemplazar, buscando palabras estériles en el diccionario,
escribiendo imágenes furtivas, sobrecargándome de trabajo...
Anteayer
no pude, aunque por un momento lo intenté frente a sus amigas, contener las
lágrimas que amenazantes, se agolpaban en el rincón del ojo.
Hoy
es el día de “acción de gracias” y acá todo seguirá como entonces, en esa
mezcla de incertidumbre y tranquilidad que desde joven provoca en mí la
realidad de este tiempo; el no tener del todo en claro si es que nuestra
civilización evoluciona mediante la ciencia, si hay algún objetivo al que
llegar - como la expansión del porcentaje utilizable de nuestra capacidad
cerebral, o algún cambio de estado en nuestra materia – o, caóticamente,
estamos inmersos en un lento apocalipsis que nos conduce a la desaparición
inevitable de nuestra especie, caminando en un callejón sin salida. Supongo que
siendo esta última hipótesis cierta, no tendría ningún sentido llevar una vida
saludable ni creer en la posibilidad del cambio; y siendo cierta la primera,
todo este desencanto carecería de sentido. Me volveré a cruzar con el futuro
errante de lo que no voy a convertirme, personificado en esos solterones
solitarios de bar en queja permanente; y morderé el barro otra vez. Después de
todo la mayoría de gatos perdidos saben regresar a su hogar.
¿Cómo
nunca antes oliste ese maldito gas en el aire? ¿Por qué tanta mala suerte de
producirse la pérdida justo cuando dormías y apenas una noche antes de
embarcarte? Una vez más compruebo tristemente que la parca, aparte de
imprevisible es injusta ya que tu estado de salud era perfecto y tu corazón de
una calidez pocas veces vista en la gente, y ni siquiera me sirve el consuelo
de que al menos no sentiste dolor. Uno lamenta la muerte de un ser querido
porque nos hace acordar de la propia - o esa calidad de turistas de paso que
todos tenemos por la vida -, y por la parte nuestra que se va. Así, con
lágrimas, damos la bienvenida en el nacimiento al paréntesis que se abre, y la
despedida al que se cierra por siempre en un ataúd que cruza el mar para ser
velado con los suyos.-
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